EL LIBRO DEL DOCTOR THOMAS BENNET DE PERCY TAIRA MATAYOSHI | Cuento de terror | Cuento peruano
Por Percy Taira Matayoshi
Si he
decidido contarles esta historia —dijo el barón de Nordwitch a todos sus
invitados— no es para saciar la curiosidad o alimentar aún más el morbo entre
ustedes, sino para aclarar de una buena vez, las maledicentes fantasías que
tanto la prensa como algunos miembros notables de esta sociedad, han proferido
en los últimos años contra el buen nombre de mi amigo Thomas Bennet. Lo hago
además, por ser el único testigo presencial de las circunstancias que obligaron
al doctor a cumplir con su cruento y cruel destino, condenándolo, creo yo, más
al papel de víctima, que de victimario.
Todo
comenzó una noche cuando me dirigía con el coche al teatro. Caía sobre Londres
una lluvia torrencial como pocas veces se había visto. Era tan copiosa que
parecía que una gran cascada caía frente a nosotros como un muro impenetrable de
agua, y por si esto fuera poco, el chofer me advirtió que a pocos metros se
aproximaba una baja y densa neblina que podía poner en riesgo nuestras vidas. Para
evitar esto y viendo además que la casa de mi amigo, Thomas, quedaba muy cerca,
le ordené al conductor que se detuviera en su casa a esperar que el clima
escampara o que por lo menos, sea más benigno para continuar con nuestra
marcha.
Toqué la
puerta y apareció la figura del viejo Ernest, fiel mayordomo de la familia
Bennet por varias generaciones. Le expliqué mi problema y el hombre me dio la
buena noticia de que Thomas se encontraba despierto y que además, estaba en la
biblioteca tomando una copa de vino. Al pasar, me dijo una frase que ahora, oyéndola
con la distancia que da el tiempo, debió ser una señal de lo que me esperaba
esa noche: «Su visita es sin duda una obra de Dios», me dijo.
Si bien me
consideraba un amigo muy cercano del doctor, pues ambos habíamos asistido al
mismo colegio y nuestras familias conocían y visitaban los mismos círculos sociales,
no éramos de vernos muy seguido. A diferencia de mí, Thomas tuvo siempre un
carácter reservado. Gustaba estar rodeado de libros y tenía como lugar
favorito, la biblioteca de su casa. Sin embargo, siempre fue un tipo muy afable
conmigo y quizá por ese espíritu calmado e introspectivo, lo tomé por
confidente cada vez que me encontraba en algún aprieto emocional, intelectual o
económico.
Digo todo
esto para explicar, primero, por qué desconocía en ese entonces los pesares que
padecía mi buen amigo, y segundo, por qué me sorprendió tanto ver su lúgubre estado
sentado en el sofá de su biblioteca, entre las más tristes penumbras, alumbrado
apenas por la tenue luz que desprendía el fuego de la chimenea que tenía al
lado.
Me acerqué
a él como quien entra a un lugar en el que se debería guardar silencio —ya sea
una iglesia, ya sea un cementerio— y al hacerlo pude observarlo con mayor
detalle. Vestía un pijama negro de botones, tenía la barba crecida, como de
varios días de descuido, y estaba despeinado. En cuanto a su rostro, tenía los
ojos rojos por el insomnio y gruesas ojeras negras debajo de ellos. Tenía la tez
pálida a pesar de la luz amarilla que caía sobre ella, y su frente se veía más
arrugada de lo que recordaba. A pesar de tener ambos la misma edad —que en ese
entonces eran veintinueve años—, se le veía como si pasara de los cincuenta. A
un lado de él, en una pequeña mesa, había una botella de vino abierta,
acompañada de dos copas, y en su regazo, tenía un libro abierto, que parecía
ser muy antiguo, de esos de tapa gruesa y que parecen ser imposibles de cargar
y de leer.
Mientras
me acercaba, esperaba que Thomas me dirigiera la mirada y me recibiera con su
acostumbrada hospitalidad, sin embargo, no lo hizo. Su mirada estaba dirigida a
un punto determinado de su gran biblioteca.
—Espero
que Ernest te haya contado mi desventura —le dije, esperando llamar su atención
e iniciar la conversación con el manido tema del clima.
Al
escucharme, volteó a verme y fue como si lo sacara de un sueño muy profundo y
lejano. Hizo un gesto forzado que intentó ser una sonrisa y me pidió que me
sentara en el sofá que se encontraba frente a él.
Antes de
sentarme, le dije que me haría bien un poco de vino. Me acerqué a la mesa que estaba
a su lado y una vez allí, pude ver con claridad el extraño libro que tenía
abierto en su regazo. Era, en efecto, un libro antiguo. Sus páginas parecían
pergaminos por su textura y condición, su tipografía me hacía recordar a las del
medioevo, y el idioma en el que estaba escrito, era el latín, lo supe porque
reconocí en letras capitales la palabra Maleficarum.
Sin embargo, lo que más llamó mi atención fueron las imágenes dibujadas dentro
del texto. Eran retratos grotescos de unos pequeños seres desnudos, de rostros
redondos y ojos inmensos, que reían con una sonrisa malévola y desdentada.
Estas criaturas caminaban en fila india sobre dientes de dragones y las bocas
voraces de diversas plantas carnívoras. Aquellos seres diabólicos me provocaron
de inmediato una gran repulsión.
—Ese si es
un libro muy extraño —le dije a Thomas mientras bebía de mi copa, tratando de
ocultar mi desagrado.
Aquel
comentario provocó en él un sobresalto, era como si no recordara que tenía aquel
libro abierto sobre las piernas.
—No es
eso. No entenderías —me respondió mientras bajaba la mirada y se centraba en
esas figuras monstruosas.
Hace un
momento les dije que para mí, Thomas, era un hombre que me inspiraba la más
absoluta confianza, tanto que podría asegurar que sabía en esos años más
secretos y pecados míos que cualquier otra persona en esta ciudad o en el
mundo. Pero también es cierto que para él, yo significaba un refugio similar.
No he logrado entender el porqué ni cómo dos personas tan distintas en sus
formas de ser, sentir y comprender la vida, pueden llegar a ser tan íntimas,
quizá sea, como he pensado luego, que la desconfianza que sentíamos de nosotros
mismos, nos hacía confiar y sentir seguridad en alguien totalmente opuestos a
nosotros.
Sea como
fuere, hago esta aclaración porque al darme esa respuesta, pude reconocer en Thomas
esa necesidad de confesión que tienen los hombres buenos que se sienten miserables.
Hombres nobles que se han visto forzados a cometer actos que ni en sus más
terribles pesadillas se les hubiera ocurrido hacer. Me interesé en su estado y
me senté delante de él con la mejor disposición de ayudarle.
— ¿A qué
te refieres, amigo? —le pregunté.
Thomas
entreabrió los labios mientras buscaba elegir las palabras con las que
iniciaría su relato, sin embargo, sus ojos se apartaron de los míos y volvieron
otra vez a centrarse en la biblioteca. Yo seguí su mirada y traté de encontrar
el objeto que lo perturbaba tanto. Dirigí mi vista entonces a la parte baja del
mueble.
— ¿Sucede
algo con la biblioteca? —Le pregunté, mientras me ponía de pie para dirigirme a
ella y verla con mayor atención.
— ¡No! ¡No
te acerques! —exclamó, estirando el brazo como advirtiéndome de un peligro
inminente. Pero yo no le hice caso.
Fui hacia
la biblioteca y la observé de cerca.
— ¿Acaso
no los ves? —me susurró temblando.
— ¿Ver
qué? —le respondí.
—A esos…
seres... Están allí. ¡Esos ojos, esas sonrisas! ¡Dios mío! ¡¿No los ves?! ¡Se
acercan! ¡Caminan hacia ti!
Ver la
expresión de terror en el rostro de mi amigo me hizo temer también por aquello
que describía de manera tan vívida. Volteé a ver de nuevo la biblioteca. Me
acerqué al punto que mi nariz tocó los lomos de algunos libros. Me alejé como
quien ve un cuadro en el museo para, contrariamente a lo que uno piensa,
apreciar mejor los detalles. Pero no lograba ver lo que mi amigo veía. Volteé a
verle para cerciorarme de su estado, y entonces pude apreciar de manera clara
su rostro de espanto. Esos ojos demenciales que seguían una fila de demonios
imaginarios. En ese momento vi el vetusto libro que yacía sobre sus piernas, y
pensando que aquello era el origen de su locura, se lo arrebaté de sus brazos.
De inmediato Thomas saltó sobre mí dando gritos y alaridos furibundos como una
bestia salvaje y herida. Ambos luchamos hasta caer al suelo. Sentía cómo sus
uñas se hundían en mi carne y cómo buscaba mi cuello para darme una mortal
mordida. Con las pocas fuerzas que tenía, pude deshacerme del libro lanzándolo
al fuego de la chimenea.
Al hacer
esto, Thomas me soltó y expulsó un chirrido que se asemejaba al de los cerdos
cuando son sacrificados. Era tan agudo y espeluznante aquel quejido que tuve
que taparme los oídos para no enloquecer con él. En ese momento de terror,
Ernest, junto con los demás sirvientes de la casa y mi chofer, irrumpieron en
la biblioteca. Thomas al verlos llegar comenzó a gritar palabras
incomprensibles mientras su boca se llenaba de una espuma blanca y espesa como
de mar. Así estuvo por un buen tiempo hasta que, sostenido por sus sirvientes e
incapaz de moverse, dio un largo aullido y se desmayó en los brazos del viejo mayordomo.
Decidí
pasar aquella noche en la casa del doctor para velar su sueño. Cuando despuntaba
el alba, lo llevamos en mi coche hasta el hospital en donde trabajaba. Allí sus
colegas se sorprendieron al verlo pues hacía un mes que había dejado de ir
acusando dolores muy fuertes de cabeza y un mal estado de ánimo. Un par de meses
después de haber sido internado, mi amigo volvió a su casa. Lo visité al tercer
día de su regreso, me recibió en su jardín trasero y me dio gusto verlo con el
semblante recuperado y el ánimo mejorado. Me atendió con la amabilidad que le
extrañaba y conversamos amenamente durante toda una tarde. Me informó que había
regresado a ejercer su profesión y que estaba pensando en encontrar una esposa
y comenzar a formar una familia. Yo quise tratar con él lo que vivimos aquella
terrible noche, pero temí ser impertinente y dañar el espíritu tan plácido y
afable que me mostraba. No quise pues, volver a dañar lo ya arreglado. Sin
embargo, debido a que buscaba de una forma u otra calmar mi curiosidad y
responder algunas preguntas que habían quedado sin respuestas, una vez que me
despedí de él y excusando a Ernest el olvido de un pañuelo, me dirigí a la
biblioteca. Abrí la pesada puerta y para mi sorpresa, la gran habitación estaba
vacía, a no ser por el sillón en donde él solía sentarse y sobre él, aquel
libro maldito que había arrojado al fuego y que sin embargo, estaba allí, ante
mis ojos, intacto, tal como lo vi aquella noche inexplicable. Me acerqué a él y
vi que estaba abierto en la misma página de aquellas figuras endemoniadas, con
la diferencia de que las sonrisas desdentadas de esos seres diabólicos, ahora
eran fauces de lobos manchadas con sangre.
Al ver
esto me invadió un miedo fortísimo. Un temblor comenzó a recorrer mi cuerpo
mientras que mi corazón latía con tal fuerza que parecía abandonar mi pecho.
Salí presuroso de la casa pensando que aquel libro no traería más que desdichas
y tragedias a ese hogar. Y no me equivoqué. Un año después, estando en Bombay,
ocupándome de los negocios de la familia, me enteré por medio de la prensa que
mis suposiciones eran ciertas. La historia que sigue, lamentablemente, es
sabida por todos ustedes: una noche, Thomas, usando sus conocimientos médicos,
sedó a sus sirvientes y luego, con cuchillo en mano, les cortó las gargantas a
todos ellos, incluyendo al fiel Ernest. Después de cometer el crimen, se
dirigió a su biblioteca, se desnudó, se sentó en el sillón al lado de la
chimenea, se echó querosene encima y se prendió fuego junto con aquel libro entre
sus brazos, como si quisiera ser enviado con él a las llamas eternas del
infierno, libro que al final se hizo uno, en ceniza y polvo, con su perturbado
dueño.
Al
terminar de contar su historia, el barón de Nordwitch, bebió un sorbo de su
whisky y bajó la mirada con un gesto desolado. Un silencio fúnebre inundó la
habitación mientras que los invitados se miraban unos a otros, tratando de
encontrar las palabras adecuadas para continuar con la velada.
El libro del doctor Thomas Bennet
Editorial Dreamers
Septiembre 2019
México
Aquí puedes escuchar el cuento narrado por el propio autor.
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