LEYENDAS GUARANÍES: EL MBOPI-GUAZO O EL ORIGEN DEL VAMPIRO
Amigos de Expediente Oculto, para los amantes de los
mitos y leyendas, ahora les traemos este relato de Oriol Sole Rodríguez, y
publicado en la revista El Mercurio Peruano en 1919, se trata de la historia
del Yaguareté o tigre, un malvado y violento cacique, que luego de los abusos
cometidos contra un cacique tupí y toda su familia, vio la muerte a manos de la
bella esposa del cacique. Ella, llevada por el odio, empujó al Yaguareté a las
llamas y luego de lanzarle una maldición, el Añá o demonio, convirtió a este
temido cacique en un extraño animal que hoy conocemos como vampiro.
MBOPI-GUAZU de Oriol Sole Rodríguez
I
Era Yaguareté (1) un cacique temido por su tribu, y más
temido aún por las tribus enemigas. Su crueldad no tenía límites: por eso a
muchos soles de distancia se le conocía con el mote de "el tigre".
Esto no obstante, su predominio entre la indiada aumentaba incesantemente, pues
la victoria era su compañera inseparable, y allí donde Yaguareté se presentaba
con sus huestes feroces, rodaban las cabezas enemigas por centenares, sin que
hubiera piedad ni aun para las mujeres y los niños indefensos.
Sentía el salvaje la obsesión de la sangre. Verla correr
sobre la verde grama de los campos, después de la pelea, era para él un deleite
supremo. En esas horas trágicas sus mismos parciales temblaban al acercársele,
temiendo ser víctimas del vértigo rojo del cacique.
II
Decíase de Yaguareté que no era hijo de mujer. Corría una
conseja entre los infieles, singular y portentosa. Se contaba que el caudillo
fue hallado, a poco de nacer, en el hueco de un añejo tronco de ombú (2), y que
le dieron a la luz con dientes y que, de su garganta, en vez de lloros, partían
agudos silbos y chirridos que hacían estremecer de pavor a las personas que le
rodeaban. Se añadía que la carne humana era su manjar apetecido, y que
sacrificaba tiernas criaturas para devorar sus entrañas en canibalescos y
horrendos festines.
En fin, las tradiciones que acerca de Yaguareté corrían
de boca entre sus hombres de guerra, y a muchas jornadas de distancia de su
comarca, le pintaban como un monstruo que tenía tanto de hombre como de fiera y
del cual era preciso precaverse sobre todo en sus días sombríos, que eran los
más del año.
III
La ruda lucha había llegado a su término. Vencido y
disperso el enemigo, Yaguareté dirigía el reparto del botín entre los suyos,
señalando para sí, como lo hacía de costumbre, la parte principal de lo cogido.
La escena se desarrollaba en medio de una selva, en plena noche ya la luz de las fogatas del vivac. Armas,
mantas, pieles de venado y de jaguar, plumas de variados colores vituallas y
mujeres y niños cautivos, constituían el despojo hecho en la jornada a la tribu
derrotada y fugitiva.
Entre los prisioneros todavía respetados por la bárbara
horda triunfadora, hallábase un cacique tupí con su familia: la mujer y tres
hijos de tierna edad. Estos lloraban amargamente, abrazándose a las rodillas de
la madre. El cautivo, en cambio, fuerte de ánimo, miraba con altivez a sus
enemigos, erguido en medio del grupo formado por su consternada compañera y los
niños.
Era la prisionera una joven de extraordinaria belleza,
realzada ésta por los vistosos atavíos que adornaban su cuerpo esbelto. Vestía un
faldellín de algodón de vivos colores, llevaba ajorcas de plumas de colibrí y
ceñía su cabeza con una polícroma diadema de hermosas gemas del nativo suelo.
También ella lloraba, presintiendo las crueldades del
vencedor inexorable.
Concluído el reparto del botín, dirigióse Yaguareté al
sitio donde se hallaba el cacique tupí, y después de lanzar a éste una
siniestra mirada, preñada de amenazas, prorumpió con terrible acento:
¡Por fin te tengo en mi poder, despreciable tupí! Y ni el
mismísimo añá (3) va a librarte del suplicio que te preparo. ¿Ves ese gran hoyo
que mis fieles soldados están cavando? En él serás arrojado, junto con tus
hijos, cuando se encienda la hoguera más inmensa que habrán alimentado los
leños de este bosque. Y eso no es todo ¡canalla! –agregó el diabólico cacique,-
a fin de que tu muerte sea más espantosa, quiero que sepas de antemano que tu
mujer, que hago desde ahora mi esclava, va a presenciar tu agonía…
Dicho esto, y lanzando una satánica carcajada, volvió el
jefe guaraní la espalda al prisionero y encaminóse al centro del vivac.
V
Llamas rojas, azules y violáceas se elevaban a una altura
mayor que la de los más gigantescos árboles de la floresta centenaria. Se habían
talado troncos corpulentos para abrir brecha y dejar un espacio libre destinado
al suplicio de los prisioneros tupís.
La chusma salvaje, con su jefe al frente, rodeaba a
aquéllos, dirigiéndoles los postreros apóstrofes injuriosos.
El tupí, impávido y desafiando con mirada plena de
desprecio a sus ruines enemigos, escuchaba los cobardes insultos sin mover los
labios: mientras su compañera sollozaba, estrechando sus hijos contra su pecho,
presa de la más honda desesperación.
El valor sin igual del cautivo puso fuera de sí a
Yaguareté, quien en un impulso de despecho y de furor, azotó con el arco de su
flecha el rostro hasta entonces sereno de aquél. La sangrienta y cobarde
afrenta hizo temblar de coraje al tupí.
-
¡Vil!, exclamó, escupiendo a su verdugo.
Iracundo Yaguareté lanzó una interjección soez y dio una
orden breve, imperativa, a su chusma que rápida se abalanzó sobre el tupí,
arrancando al mismo tiempo a los niños del regazo de la madre.
Fue obra de segundos. Las llamas voraces envolvieron los
cuatro cuerpos sin dar tiempo a las víctimas para arrancar de sus pechos un
lamento. La indiada feroz dio un alarido espantoso. El tigre de la selva
arrastró por los cabellos a la hermosa tupí y la llevó junto al borde de la
hoguera, donde convulsos se revolvían aún los cuerpos de las víctimas.
-
Quiero que veas, -díjola con saña horrenda,-
cómo se venga tu nuevo dueño de las personas que odia…
No pudo continuar. Aquella esposa y madre enloquecida por
el dolor, sacó fuerzas hercúleas de su flaqueza, y empujando con rara pujanza
al malvado, lo precipitó en medio de las llamas.
Con los ojos inmensamente abiertos, los brazos
levantados, la voz vibrante y profético el acento, lanzó la india una
imprecación formidable, ante los sobrecogidos parciales del cacique:
-
¡Monstruo de maldad sin igual en la tierra, que
Añá te haga renacer de tus cenizas y te convierta en animal repugnante y
horroroso, que viva entre sangre por toda la eternidad!-- ¡Qué la luz del día
te rechace de su lado y sólo reines en la tiniebla, junto con los espíritus que
rondan en torno de las tumbas malditas!
VI
Terminada la tremenda imprecación, la tupí, paso a paso,
con imponente majestad, llevando siempre los brazos en alto, y la mirada
hierática, penetró plácidamente en la hoguera para unirse con los suyos en
idéntica muerte...
Pero las llamas se apartaron a su paso sin rozarla, y su
silueta se esfumó, poco a poco, cual si fuese un ser impalpable, de ensueño…
En el mismo instante sacudió la selva un trueno
formidable, y, del centro de la hoguera, que se extinguió de súbito, surgió un
extraño animal, de anchas alas membranosas y cuerpo negro y velludo. Dando raros
y agudos chirridos acometió a la turba de gentiles, que huyó despavorida como
si hallara en presencia de un endriago.
VII
Y dice la conseja que, noche a noche, de la sepultura de
cada réprobo se abre paso un horrendo vampiro, que retorna antes de despuntar el
alba con el hocico sangriento y los ojos con brillo de carbúnculos. Agrega la
leyenda que en la tierra que cubre esas tumbas no crece yerba alguna y que, si
se depositan flores, se transforman, con las tinieblas, en abrojos.
VIII
Y así se viene realizando, a través de los tiempos, la
terrible maldición.
(1) Yaguareté,
guaraní de tigre.
(2) Ombú,
árbol indígena de los países que forman la cuenca del Plata.
(3) Añá,
guaraní, el demonio.
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