LIBROS HISTÓRICOS: LA VIDA DE LOS DOCE CÉSARES DE SUETONIO: CLAUDIO



VIDA DEL DIVINO CLAUDIO



I. Livia, que estaba ya encinta cuando se casó con Augusto, dio a luz tres meses después a Druso; llevó al principio el nombre de Nerón, y fue padre de César Claudio; pasó por ser fruto de adulterio de Livia y Augusto, lo cual dio ocasión a que circulase este verso griego: A los hombres dichosos nacen hijos de tres meses.

Durante su cuestura y su pretura tuvo un mando en la guerra de Recia y en la de Germania, siendo el primer general romano que navegó por el océano septentrional. Hizo abrir al otro lado del Rin canales de nueva forma y gran extensión, que aún hoy se llaman Drusinas. Infligió frecuentes derrotas al enemigo, rechazándole hasta sus bosques, y dejó sólo de perseguirle el día en que se le presentó una mujer de aquella nación de estatura más que humana, la cual, hablándole en latín, le prohibió que llevase más adelante sus victorias. Sus hazañas obtuvieron por recompensa la ovación y ornamentos triunfales. Al salir de la pretura fue nombrado cónsul, y habiendo reanudado sus expediciones, falleció de enfermedad en sus cuarteles de verano, llamados desde entonces Scelerata. Los principales ciudadanos de los municipios y las colonias llevaron su cadáver a Roma; las decurias de los secretarios del Imperio salieron a recibirle, enterrándole después en el campo de Marte. El ejército erigió en su honor un cenotafio, alrededor del cual debían ejercitarse anualmente los soldados en la carrera y hacer sacrificios solemnes los diputados de las ciudades de la Galia. El Senado, entre otros honores, le decretó un arco de triunfo en mármol, con trofeos, en la vía Apia, y el nombre de Germánico para él y sus descendientes. Dícese que era tan apasionado por la gloria como por la libertad; así, deseando siempre juntar a sus victorias el honor de despojos óptimos, perseguía a los jefes germánicos en el combate, sin reparar en los peligros, y nunca ocultó su anhelo de restablecer en cuanto pudiese la antigua República. Esta, es, a mi parecer, la causa que ha movido a algunos autores a decir que se hizo sospechoso a Augusto; que éste le llamó de su gobierno, pero viéndole vacilar en acudir, se libró de él por medio del veneno. Me refiero a ello por no omitir ningún detalle, pero sin creer que sea verdadero ni verosímil. Augusto quiso tanto a Druso mientras vivió, que le instituyó heredero, a la par de sus hijos, en todos sus testamentos, como declaró un día en el Senado. En el elogio público que hizo de él después de su muerte, suplicó a los dioses que le diesen césares que se pareciesen a Druso y le concedieran a él mismo tan hermoso fin como a aquél. Compuso, además, un epitafio en verso, que se grabó en su tumba; y escribió en prosa la historia de su vida. Druso había tenido muchos hijos de Antonia la menor, pero sólo dejó tres: Germánico, Livila y Claudio.

II. Claudio nació en Lyón, en las calendas de agosto, bajo el consulado de Julio Antonio y de Fabio Africano, el mismo día en que se dedicaba el altar consagrado a Augusto. Llamóse primeramente Tiberio Claudio Druso, y más adelante, cuando su hermano mayor pasó por adopción a la familia Julia, tomó el nombre de Germánico. Estaba todavía en la cuna cuando murió su padre, viéndose obligado durante casi todo el tiempo de su infancia y su juventud a luchar con diferentes y obstinadas enfermedades; quedó con ellas tan débil de cuerpo y de espíritu que ni siquiera en edad más avanzada se le consideró apto para cualquier cargo público, ni tampoco para ningún negocio particular. Mucho después de haber terminado su minoría le dejaron bajo la autoridad de otros, sometido a la férula de un pedagogo; él mismo se lamenta en un escrito de que hayan colocado a su lado un bárbaro palafrenero en otro tiempo, para hacerle soportar, bajo todo género de pretextos, infinidad de malos tratos. En esta misma debilidad de su salud y de su razón estuvo también la causa de que, contra la costumbre establecida, presidiese con la cabeza cubierta el espectáculo de gladiadores (106) que dio en unión de su hermano en memoria de su padre: y cuando vistió la toga viril, le condujeron en litera al Capitolio, a medianoche y sin ceremonia alguna.

III. No dejó, a pesar de todo, de dedicarse durante su juventud al estudio de las letras griegas y latinas, y hasta se expresó muchas veces en público en ambas lenguas. A pesar de estas pruebas de saber, no pudo, sin embargo, conquistar ninguna consideración, ni infundir mejores esperanzas. Su madre Antonia le llamaba sombra de nombre, infame aborto de la Naturaleza; y cuando quería hablar de un imbécil, decía: Es más estúpido que mi hijo Claudio. Su abuela Livia sintió siempre hacia él un profundo desprecio; le dirigía la palabra muy raras veces, y si tenía algo que advertirle, lo hacía por medio de una carta lacónica y dura o de tercera persona. Su hermana Livila, habiendo oído decir que Claudio reinaría algún día, compadeció en alta voz al pueblo romano por estarle reservado tan infausto destino. En cuanto a lo que pensaba de él Augusto, nada mejor puedo hacer que citar los siguientes pasajes de sus cartas:

IV. He hablado con Tiberio, según tu deseo, querida Lisia, sobre lo que habrá que hacer con tu nieto Tiberio en las fiestas de Marte. Los dos creemos que debemos decidir de una vez sobre lo que atañe y no separarnos del acuerdo. Porque si tiene las cualidades requeridas y, por decirlo así, universales, no hay que vacilar en hacerle pasar gradualmente por los mismos honores que a su hermano. Si, por el contrario, le encontramos incapaz, si no goza de salud de cuerpo ni de espíritu no hemos de exponernos al ridículo, ni exponerle a él ante los satíricos que todo lo toman a burla. Seria muy de lamentar, en el caso de que no hubiéramos decidido nada de antemano, tener que deliberar en cada período de su vida si puede o no desempeñar los empleos públicos. Sea de esto lo que quiera, en la ocasión presente no me opongo a que se siente a la mesa de los Pontificios, en las fiestas de Marte, con tal que tenga junto a él a su pariente, el hijo de Silano, que le impida cometer inconveniencias o ponerse en ridículo. Me parece oportuno que asista a los juegos del Circo en lecho de ceremonia: se haría demasiado visible y se daría como un espectáculo él mismo. Tampoco creo que deba ir a sacrificar en el monte Albano, ni permanecer en Roma durante las fiestas Latinas, pues, a fin de cuentas, ¿por qué no se le había de encargar de algunas funciones en la ciudad, si compartiese las de su hermano en el monte?. Ahora ya estás enterada de todas mis decisiones, querida Livia; añadiré aún que es preciso determinar para siempre nuestra conducta con relación a él, a fin de no vacilar continuamente entre la esperanza y el temor. Si lo consideras conveniente, puedes dar a leer a Antonia esta parte de mi carta. En otra decía: Durante tu ausencia, invitaré todos los días a mi mesa al joven Tiberio, a fin de que no coma solo con su Sulpicio y su Atenodoro. Quisiera que eligiese con más cuidado y menos negligencia un amigo cuya actitud, acción y compostura sirvan de ejemplo a ese pobre insensato. “No serán su ocupación los negocios del Estado”, aunque cuando no está extraviado su espíritu, algunas veces hace recordar su nacimiento. Y por último, en otra carta, dice todavía: He oído declarar a tu nieto Tiberio, y no salgo de mi asombro. ¿Cómo puede hablar con tanta claridad en público, cuando de ordinario tiene la lengua tan entorpecida? No puede dudarse de la determinación que tomó en seguida Augusto en relación a él. No le confirió ninguna dignidad, a no ser la del sacerdocio de los augurios; le asignó sólo la sexta parte de su herencia y no le nombró más que en la tercera categoría de los herederos, casi entre los extraños; los legados que le hizo no pasaban de ochocientos mil sestercios.

V. Su tío Tiberio le concedió, a Petición suya, los ornamentos consulares, pero como instaba para obtener en seguida el consulado, le escribió por toda contestación: Te mando cuarenta piezas de oro para las Saturnales y Sigilarias (107). Renunció, en consecuencia, a la esperanza de las dignidades, y tomó e] partido de retirarse, viviendo unas veces en sus jardines o en su casa de campo inmediata a Roma, y otras en lo más apartado de la Campania, en compañía de los hombres más abyectos, añadiendo a su propia reputación de imbécil la vergonzosa fama de jugador y borracho.

VI. Pese a esta conducta, le dispensaron todavía algunas atenciones, y hasta le otorgaron muestras públicas de respecto. Dos veces le encargaron los caballeros que llevase por ellos la voz al frente de una diputación de su orden: la primera, cuando solicitaron de los cónsules el favor de trasladar en hombros hasta Roma el cuerpo de Augusto; la segunda, cuando fueron a felicitar a aquellos mismos magistrados por haber hecho justicia a Seyano; a su entrada en el teatro, todos se levantaban y se quitaban el manto. También el Senado quiso agregarle extraordinariamente a los sacerdotes de Augusto, que eran designados por suerte; quiso, además, hacer reconstruir a costa del Estado su casa destruida por un incendio y conferirle el derecho de emitir su opinión en el rango de los consulares. Tiberio hizo, sin embargo, revocar este decreto, alegando la incapacidad de Claudio, y prometiendo indemnizarle él mismo de sus pérdidas. Al morir, le inscribió en la tercera categoría de sus herederos por la tercera parte de la herencia; le hizo, además, un legado de dos millones de sestercios, y le recomendó expresamente a los ejércitos, al Senado y al pueblo romano entre lo que más quería.

VII. Bajo su sobrino Cayo, que al principio de su reinado procuraba por todos los medios franquearse reputación, llegó finalmente Claudio a los honores siendo colega de aquél en el consulado durante dos meses. La primera vez que se presentó en el Foro con las fasces vióse un águila que se vino a posar en su hombro derecho. La suerte le asignó otro consulado para cuatro años después. Presidió algunas veces los espectáculos en substitución de Cayo, y el pueblo le saludaba entonces exclamando: ¡Prosperidad al tío del emperador; prosperidad al hermano de Germánico!.

VIII. Pero no por esto dejó de ser juguete de la corte. Si llegaba, en efecto, algo tarde a la cena, se le recibía con disgusto y se le dejaba que diese vueltas alrededor de la mesa buscando puesto; si se dormía después de la comida, cosa que le ocurría a menudo, disparábanle huesos de aceitunas y de dátiles, o bien se divertían los bufones en despertarle como a los esclavos, con una palmeta o un látigo. Solían también ponerle en las manos sandalias cuando roncaba, para que al despertar bruscamente, se frotase la cara con ellas.

IX. En esta época pasó también por disgustos más graves. Durante su consulado, estuvo a punto de verse destituido por su negligencia en hacer colocar en Roma las estatuas de Nerón y de Druso, hermanos del cesar. Por otra parte, era constantemente objeto de delaciones por parte de su servidumbre y hasta de extraños. Fue enviado a Germania con los legados encargados de felicitar a Calígula por el descubrimiento de la conspiración de Lépido y de Gentílico, corriendo allí riesgo su vida, pues el emperador se sintió indignado de que hubiesen elegido a su tío como si se tratase de dar lecciones a un chiquillo. A causa de esto han pretendido algunos autores que a su llegada le precipitaron vestido y todo al Rin. A partir de entonces, fue siempre el último de los consulares para dar su perecer en el Senado, no preguntándoselo, para mortificarle, sino después de haberlo hecho a todos los demás. Esta Asamblea recibió, además, la acusación de falso testimonio de uno que él había firmado. Habiéndole, en fin, costado ocho millones de sestercios su ingreso en un sacerdocio nuevamente establecido (108), se encontró tan necesitado de dinero, que no pudiendo satisfacer sus débitos al Tesoro, pusiéronse sus bienes en venta conforme a las leyes de las hipotecas y según tasación de los prefectos del fisco.

X. Así pasó Claudio la mayor parte de su vida hasta la edad de cincuenta años, en que por uno de los más raros caprichos de la fortuna, se vio elevado al mando supremo. Cuando los asesinos de Calígula separaron a todos, con el pretexto de que el emperador quería estar solo, Claudio, alejado como los demás, se retiró a un pequeño comedor, llamado Hermeum; sobrecogido de miedo al primer rumor del asesinato, arrastrase desde allí hasta una galería inmediata, donde permaneció oculto detrás del tapiz que cubría la puerta. Un soldado, que por casualidad llegó hasta allí, le vio los pies; quiso saber quién era, y reconociéndole le sacó de aquel sitio. Claudio se arrojó a sus pies suplicándole que no le matara; el soldado le saludó como emperador, le llevó a sus compañeros todavía indecisos y estremecidos de cólera, los cuales le colocaron en una litera, y como habían huido los esclavos, le llevaron en hombros al campamento. Claudio estaba afligido y tembloroso, y los transeúntes le compadecían como a víctima inocente que llevaban al suplicio. Fue recibido en la parte fortificada del campamento, y pasó la noche rodeado de centinelas, más tranquilo en cuanto al presente que para el futuro. Los cónsules y el Senado ocupaban, en efecto, el Foro y el Capitolio con los cohortes urbanas, queriendo absolutamente restablecer las libertades públicas. El mismo Claudio, citado por los tribunos del pueblo para que fuese al Senado a dar su opinión en aquellas circunstancias, contestó que estaba retenido por la fuerza. Pero a la mañana siguiente, el Senado, presa de divisiones y cansado de su papel, ya menos firme en la ejecución de sus designios; viendo que el pueblo que le rodeaba pedía a gritos un jefe único, decidió nombrar a Claudio, recibiendo éste, delante del pueblo reunido, los juramentos del ejército; prometió a cada soldado quince mil sestercios, siendo el primero de los césares que compró a precio de oro la fidelidad de las legiones.

XI. Ya establecido en el mando, fue su primer cuidado olvidar lo ocurrido en aquellos dos días en que se trató de cambiar la faz del Estado. Como primera medida, otorgó una amnistía general y completa, que observó religiosamente, exceptuando a algunos tribunos y centuriones complicados en la muerte de Cayo, a los cuales hizo ejecutar, tanto para escarmiento como porque se enteró que habían pedido también su muerte. Ocupóse después en los honores que deseaba tributar a los suyos; adopto como el juramento más sagrado el que invocaba el nombre de Augusto; hizo decretar a su abuela Livia los honores divinos y en las pompas del Circo un carro arrastrado por elefantes, como el de Augusto. A sus padres les hizo decretar ceremonias fúnebres, y por su padre agregó juegos anuales en el Circo, el día del aniversario de su nacimiento; para su madre un carro, en el que debía pasearse su imagen en el Circo, y el dictado de Augusta, que se negó a aceptar en vida. Quiso honrar la memoria de su hermano, haciendo representar en Nápoles, en honor suyo y después de un concurso, una comedia griega premiada por él como la mejor, según dictamen de los jueces. Tributó pruebas también de gratitud y respeto a la memoria de Marco Antonio, declarando cierto día en un edicto que deseaba tanto más ver célebre el nacimiento de su padre Druso, cuanto que en igual día había nacido su abuelo Antonio. Terminó el arco de triunfo en mármol otorgado en otro tiempo a Tiberio por el Senado, situado cerca del teatro de Pompeyo, que estaba abandonado, y si bien es cierto que anuló todos los actos de Cayo, prohibió se contase en el número de los días festivos el de su muerte, aunque fue el primero de su mando.

XII. Sobrio en la elección de honores y en el ejercicio del poder, se abstuvo de usar el título de emperador y rehusó todas las distinciones que salieran de lo corriente. Celebró en su mansión los esponsales de su hija y el nacimiento de su nieta sin ostentación alguna y como simple ceremonia doméstica. No levantó ningún destierro sino por consejo de los senadores. Pidió como favor que le permitiesen acompañarle al Senado al prefecto del Pretorio y los tribunos militares, y que se ratificasen allí las sentencias pronunciadas por sus delegados en los asuntos judiciales. Solicitó de los cónsules el derecho de establecer mercados en sus dominios privados. Asistió a menudo como simple consejero a los juicios que celebraban los magistrados; y cuando éstos daban espectáculos, se levantaba, como todos, al verlos entrar y los saludaba con la voz y con la mano. Habiéndose presentado los tribunos del pueblo ante su tribunal, se disculpó con ellos por verse obligado, falto de espacio, a dejarlos hablar en pie. Semejante conducta le granjeó en poco tiempo el aprecio y cariño de los romanos hasta tal punto, que habiendo corrido el rumor de que en uno de sus viajes a Ostia había sido asesinado, el pueblo, consternado, abrumó de imprecaciones a los soldados como traidores y a los senadores como parricidas: estas acusaciones no cesaron hasta que los magistrados presentaron en la tribuna de las arengas a un ciudadano, y después otro, y otro, que aseguraron que Claudio vivía y que estaba por llegar a Roma.

XIII. A pesar de todo, no se vio durante su mando libre de asechanzas, amenazada su vida por conatos particulares, sediciones y últimamente por la guerra civil. Una noche se encontró a un hombre del pueblo con un puñal cerca de su lecho. Se sabe de dos caballeros romanos, armados con cuchillos de caza y estiletes, que le esperaron para matarle, el uno a la salida del teatro, y el otro durante un sacrificio en el templo de Marte. Asinio Galo y Stalilio Corvino, nietos de los oradores Polión y Mesalas intentaron una revuelta haciendo participar en ella a gran número de libertos y esclavos de Claudio. Furio Camilo Scriboniano, legado en Dalmacia, consiguió promover una guerra civil, pero fue derrotado en menos de cinco días, a causa de la defección de las legiones que habían violado, su juramento y que se arrepintieron casi en el acto por escrúpulo religioso. En efecto, fuese casualidad, fuese voluntad de los dioses, cuando recibieron orden de ponerse en marcha para reunirse al nuevo emperador, no pudieron preparar las águilas ni arrancar las insignias.

XIV. Además de su antiguo consulado, Claudio fue investido cuatro veces con esta dignidad: las dos primeras sin interrupción, y las siguientes en cuatro años de intervalo. Conservó el último consulado seis meses, y dos solamente los otros. En el tercero substituyó a un cónsul muerto, ejemplo nunca visto en un emperador. Pero fuese o no cónsul, administraba justicia con mucha asiduidad, hasta en los días consagrados, en su casa o en su familia, a alguna solemnidad, y algunas veces lo hizo incluso durante las fiestas establecidas por la religión desde remota antigüedad. No siempre se atenía a los términos de la ley, haciéndola más suave o más severa, según la justicia del caso o siguiendo sus impulsos; así estableció en su derecho de demandantes a los que lo habían perdido legalmente ante los jueces ordinarios por haber pedido demasiado, y acrecentando el rigor de las leyes, condenó a las fieras a los que quedaron convictos de fraudes muy graves.

XV. En sus informes y sentencias mostraba un carácter variable en gran manera: circunspecto y sagaz unas veces, inconsiderado en otras, y hasta extravagante. Cierto día, en virtud de su autoridad, para el servicio de los tribunales, revistaba las decurias, y un ciudadano, a quien el número de hijos concedía el privilegio de no actuar (109), contestó al llamamiento, sin aducir la exención, Claudio le despidió como sospechoso de la manía de juzgar. A otro, interpelado delante de él por sus adversarios en asuntos que le atañía personalmente y que se excusaba pretendiendo que no incumbía al emperador sino a los jueces ordinarios, le intimó que se defendiese en el acto, para obligarle a mostrar en su propia causa la equidad con que juzgaría las otras. Una mujer se negaba a reconocer un hijo suyo; como por una y otra parte fuesen dudosas las pruebas, Claudio le mandó que se casase con el presunto hijo, obligándola de esta manera a confesarse madre suya. Ordinariamente daba razón a las partes presentes contra las ausentes, sin escuchar las excusas, legítimas o no que podían presentar éstas para justificar su ausencia. Como uno pidiera insistentemente que cortasen las manos a cierto falsificador (110), Claudio hizo venir al punto al verdugo con una cuchilla y el banquillo del suplicio. Disputábase la cuestión, a fin de saber si aquel hombre debía defender su causa con toga romana o con manto griego: el emperador, creyendo en este caso dar pruebas de completa imparcialidad, le ordenó tomar alternativamente los dos trajes, uno mientras se celebraba la acusación y el otro durante la defensa, Se cree que en otro asunto dio por escrito esta sentencia: Opino como aquellos que tienen razón. Se vio por estas decisiones tan rebajado, que algunas veces recibió hasta en público muestras de desprecio. Un ciudadano, para excusar la ausencia de un testigo citado por el mismo Claudio en una provincia del Imperio, limitase a exponer que le era imposible comparecer, manteniendo oculta por mucho tiempo la razón; tras haber dejado que el emperador le interrogase repetidamente acerca de ella, concluyó por contestar; Ha muerto, y creo que esto le estaba permitido. Dándole otro gracias porque permitía a un acusado defenderse, añadió: Y sin embargo, así se acostumbra. He oído decir a los ancianos que los abogados abusaban de su paciencia hasta el punto de llamarle cuando se retiraba del tribunal, de retenerle por la toga y algunas veces hasta por un pie; no debe tenerse por increíble, puesto que un litigante se atrevió, en el calor de la discusión, a decirle: Y tú también eres viejo e imbécil. Conocido es, además, el rasgo del caballero romano que, injustamente acusado por implacables enemigos de cometer con las mujeres monstruosas obscenidades y viendo que le oponían y confrontaban con prostitutas de profesión, censuró a Claudio su estupidez y crueldad lanzándole a la cara el estilo y las tablillas que tenía en la mano, con las que le causó en la mejilla una herida bastante profunda.

XVI. Claudio practicó también la censura, lo que no se había hecho desde Plauso y Paulo, pero también en estas funciones mostró la misma desigualdad de carácter y de conducta. En la revista de los caballeros expulsó, Sin tacharle de infamia, a un joven lleno de oprobio, pero a quien su padre declaraba intachable. Tiene, dijo, su censor. A otro muy conocido por sus desórdenes y adulterios, advirtió que se entregase a los placeres propios de su edad, o al menos con más cautela, y añadió: ¿Qué necesidad hay de que conozca yo el nombre de tu amante? Cierto día, y a ruegos de sus amigos, borró la nota de infamia unida al nombre de un ciudadano. Quiero, sin embargo, dijo, que subsista la tacha. Hizo suprimir del cuadro de jueces a uno de los principales habitantes de la provincia de Grecia que no sabía latín, y no contento con esto, le hizo degradar además a la clase de extranjero. Exigió también que todo ciudadano que tuviese que dar cuenta de su conducta lo hiciese por sí mismo, según sus medios y sin abogado. Tachó a muchos ciudadanos que estaban muy lejos de esperarlo y por causas bastante insignificantes: a uno por haber salido de Italia sin conocimiento del emperador y sin su permiso; a otro, por haber acompañado a un rey a sus Estados. Con este motivo citó el ejemplo de Rebirio Póstumo, acusado en otro tiempo del delito de alta traición porque había seguido a Alejandría al rey Ptolomeo, su deudor. Era su deseo tachar aun a mayor número, pero la negligencia de los comisarios instructores le impuso la afrenta de no encontrar en gran parte más que inocentes donde creía hallar culpables; pues aquellos a quienes censuraba el celibato, la falta de hijos o de caudal, justificaban en el acto su matrimonio, paternidad o riquezas. Hubo incluso quién, acusado de haberse herido con una espada para quitarse la vida, mostró, despojándose de sus ropas, que no tenía ninguna herida. Se advirtió también, entre otras singularidades de su censura, que hizo comprar y romper públicamente un carro de plata de maravilloso trabajo que habían puesto en venta cerca de las Sigilarias (111), y que en un solo día publicó veinte edictos, entre los cuales había uno que disponía embrear bien toneles atendiendo a que habría mucho vino aquel año; y otros que aconsejaba el jugo del tejo como eficaz remedio contra la mordedura de víbora.

XVII. Hizo sólo una expedición militar, y aun ésta sin importancia. El Senado le había decretado los ornamentos triunfales, pero no pareciéndole aquello bastante para la majestad de su jerarquía y aspirando a los honores de merecido triunfo, eligió para teatro de sus proezas la Bretaña, que no había sido atacada por nadie desde Julio César, y en la que reinaba entonces cierta efervescencia a causa de los desertores que no habían sido devueltos. Marchó, pues, a embarcarse en Ostia, pero estuvo a punto de naufragar dos veces a consecuencia de un viento impetuoso que le sorprendió en la costa de la Liguria, próxima a las islas Stechadas. Por esta causa desde Marsella fue por tierra a Gesoriacum donde pasó el mar. En pocos días, sin combatir, sin efusión de sangre, recibió la sumisión de parte de la isla; volvió a Roma seis meses después de su marcha y desplegó en su triunfo un deslumbrador aparato. Permitió a los gobernadores de las provincias y hasta a algunos desterrados, que se trasladasen a Roma para presenciar el espectáculo, y colocó en la parte superior del palacio de los césares, entre los despojos del enemigo y junto a la corona cívica, una corona naval, como monumento de su paso y victoria sobre el océano; su esposa Mesalina seguía en un carro al vencedor, y los que habían merecido en esta guerra los ornamentos triunfales, le seguían a pie, revestidos con la pretexta. Sólo Craso Oruga montaba un caballo enjaezado y llevaba traje con palmas, por ser la segunda vez que obtenía recompensas militares.

XVIII. Se ocupó siempre con gran solicitud en el abastecimiento y seguridad de Roma. Durante el incendio del barrio Emiliano, como no podían contenerse los progresos del fuego, pasó dos noches en el Diribitorio. Viendo que soldados y esclavos estaban extenuados de fatiga, Claudio, por medio de los magistrados, hizo llamar al pueblo de todos los barrios. Mandó llevar entonces canastos llenos de dinero y exhortó a todos al trabajo, prometiendo a cada cual recompensas según sus servicios.

XIX. Habiéndose encarecido bastante el precio de los víveres a consecuencia de su prolongada escasez, la multitud le detuvo un día en el Foro abrumándole de injurias y lanzándole pelladas de barro. Le costó mucho trabajo escapar. Y tuvo que entrar en su palacio por una puerta excusada; no hubo después medio que no imaginase para asegurar la llegada de convoyes hasta en invierno, y para garantir a los abastecedores beneficios ciertos, tomando a su cargo las pérdidas que ocasionase el mal tiempo y concediendo algunas ventajas a los que equipasen naves para el comercio de granos proporcionadas a su posición en el Estado; otorgó a los ciudadanos las dispensas establecidas por la ley Papia Popea, a los latinos los derechos de ciudadanos romanos. a las mujeres las prerrogativas de madres de cuatro hijos, subsistiendo aún en nuestros días tales reglamentos.

XX. Inició grandes trabajos, pero se preocupó más del número que de la utilidad: son los principales el acueducto comenzado por Cayo, un canal de espurgo para el lago Fucino y el puerto de Ostia. Sabía, no obstante, que Augusto había rehusado siempre una de estas obras a las apremiantes solicitudes de los marsos y que Julio César había tenido que renunciar al fin a la otra, a causa de las dificultades de la ejecución. Hizo llegar a Roma el agua Claudina, suministrada por manantiales frescos y abundantes, llamados el uno fuente Verde, y el otro fuente Curtiana o Albudina. Por un magnífico acueducto trajo las del nuevo Anio, que quedaron distribuidas en numerosos y magníficos depósitos. Por lo que toca a los trabajos del lago Fucino, vio tanto provecho como gloria en emprenderlos, porque muchos particulares habían propuesto encargarse de los gastos, a condición de que se les cediese el terreno que quedase en seco. A fuerza de grandes trabajos quedó terminado este canal, habiendo tenido que abrirlo en una longitud de tres mil pasos a través de una montaña, de la que hubo que cortar una parte y arrasar la otra. La obra duró once años, habiendo trabajado en ella sin reposo treinta mil hombres. Construyó el puesto de Ostia, rodeándole de dos brazos a derecha e izquierda y elevando un dique a la entrada, sobre suelo ya levantado. A fin de asegurar mejor este dique empezaron por sumergir la nave con que se había traído de Egipto el gran obelisco; sobre fuertes pilares construyeron después hasta prodigiosa altura una torre, parecida el faro de Alejandría, para alumbrar por la noche la marcha de los buques.

XXI. Repartió muchas veces congiarios al pueblo; dio juegos magníficos y con frecuencia sin atenerse a las representaciones ordinarias, en los sitios acostumbrados; imaginó otros espectáculos y reprodujo los antiguos designándoles nuevos parajes. Cuando reconstruyó el teatro incendiado de Pompeyo (112), dio la señal de los juegos de la dedicación desde lo alto de una tribuna colocada en la orquesta, habiendo antes sacrificado a los dioses en la parte superior del edificio; desde allí había bajado a ocupar su puesto, atravesando el recinto en presencia de toda la asamblea sentada y silenciosa. Celebró asimismo los juegos seculares, cuya época había adelantado Augusto, según se decía entonces, aunque dice él mismo en sus memorias que este emperador, después de larga interrupción, los ordenó en su debido tiempo, habiendo calculado exactamente los años transcurridos. A causa de esto se burlaron mucho del anuncio del pregonero invitando al pueblo con la fórmula solemne u juegos que nadie había visto ni volvería a ver, pues existían todavía muchos ciudadanos que ya los habían visto, y algunos actores que se habían presentado en la escena en los últimos juegos, aparecieron también en éstos. Dio con frecuencia juegos de Circo sobre el Vaticano, y algunas veces, después de cinco carreras de carros, celebrábanse cacerías de fieras. Adornó el Circo Máximo con barreras de mármol y metas doradas, en substitución de las antiguas, que eran de madera o piedra tosca. Señaló asientos para los senadores, que, hasta entonces, no los tenían fijos (113) Además de las luchas de las cuadrigas, dio espectáculos de juegos troyanos y cacerías africanas, ejecutados por un escuadrón de jinetes pretorianos, que iban con sus tribunos al frente y entre ellos y el mismo prefecto. Presentó, asimismo, a los jinetes tesalianos que persiguen en el Circo toros salvajes, les saltan sobre el lomo, tras haberlos cansado a la carrera y los derriban asiéndolos por los cuernos. Aumentó los espectáculos de gladiadores, dándolos de muchas clases: uno anual en el campamento de los pretorianos, pero sin aparato ni lucha de fieras; otro en el campo de Marte, de la forma y duración acostumbradas; dio aún otro en el mismo lugar, pero éste completamente nuevo, de escasa duración y al que llamó la sportula, porque al anunciarlo por primera vez, dijo que invitaba al pueblo como a una cena improvisada y sin aparato. Eran estos dos espectáculos en que se mostraba más afable y alegre; veíasele, como al pueblo, contar por los dedos de la mano izquierda y en voz alta las monedas de oro ofrecidas a los vencedores; invitaba él mismo e incitaba a todos los espectadores a la alegría, llamándoles de vez en cuando señores; a sus palabras mezclaba también en ocasiones bromas de pésimo gusto; así el día en que, reclamado por el público el gladiador Palumbus (114), contestó que lo presentaría si se le pudiese coger. El rasgo siguiente tenía cuando menos el mérito de ser un sabio consejo dado con oportunidad: Concedida por él la varilla de licencia a un essedario (114 bis) a petición de cuatro hijos del mismo, y viendo que el público aplaudía, hizo al punto circular las tablillas en las que mostraba al pueblo la gran conveniencia de tener hijos, puesto que eran fuente de favor y fuerza incluso para un gladiador. Hizo representar en el campo de Marte, como simulacro de guerra, la toma y saque de una ciudad y la sumisión de los reyes de la Bretaña, presidiendo él mismo vestido de general. Antes de desecar el lago Fucino se propuso dar en él una naumaquia, pero como quiera que al saludo de los combatientes al pasar delante de él. ¡Salve, emperador, los que van a morir te saludan! hubiese contestado Claudio: ¡Salud a vosotros!, se negaron a combatir, alegando que aquella respuesta significaba un indulto. Durante algún tiempo deliberó si los haría morir a todos por el hierro o por el fuego; bajó, finalmente, de su asiento, corrió aquí y allá alrededor del lago con paso vacilante y actitud ridícula, amenazando a éstos, rogando a aquellos, y concluyó por decidirlos al combate. En este espectáculo se vio abordarse una flota siciliana y otra de Rodas de doce trirremes cada una; y la señal había sido dada con la trompeta de un Tritón de plata, hecho surgir en medio del lago por medio de un oculto mecanismo.

XXII. En Roma y fuera de ella, reformó Claudio, o restableció o instituyó, muchos usos relativos a las ceremonias religiosas, a las costumbres civiles o militares, a los derechos de los diferentes órdenes del Estado; nunca añadió un miembro nuevo al Colegio de los pontificios sin prestar al mismo el juramento acostumbrado. Cuando ocurría en Roma algún terremoto, se preocupaba siempre de hacer anunciar por el pretor, a la multitud reunida, fiestas expiatorias: si aparecía en la ciudad o en el Capitolio un ave de mal agüero, ordenaba preces públicas, como pontífice máximo, desde lo alto de los Rostros y en presencia de todo el pueblo convocado, después de haber hecho alejar a los esclavos y operarios, pronunciaba él la primera fórmula.

XXIII. Hizo continuo el despacho de los negocios (115), que había estado hasta él dividido entre los meses de invierno y los de verano. La jurisdicción de los fideicomisos, delegada antes a los magistrados de Roma como comisión anual, les quedó adjudicada a perpetuidad, dándola también a los magistrados de las provincias. Derogó el artículo añadido a la ley Capia Popea (116) por el emperador Tiberio y que suponía a los sexagenarios incapaces de engendrar. Dispuso que los cónsules podrían dar, por excepción, tutores a los pupilos y que a aquellos a quienes los magistrados hubiesen prohibido el acceso a las provincias se les prohibiría también la estancia en Roma y en Italia. Imaginó una nueva manera de destierro, prohibiendo a muchos ciudadanos alejarse de Roma más allá de tres millas. Cuando tenía que tratar en el Senado algún asunto importante, ocupaba una silla de tribuno, entre los dos cónsules. Hizo suya la atribución de los salvoconductos, que ordinariamente eran pedidos al Senado.

XXIV. Las insignias consulares fueron otorgadas por él hasta a los delegados imperiales llamados ducenarios; despojo de la categoría de caballeros a los que rehusaban la de senadores. A pesar de que al principio de su mando se había comprometido formalmente a no crear ningún senador que no fuese al menos tataranieto de un ciudadano romano, concedió la lacticlavia al hijo de un liberto, a condición de que antes había de hacerse adoptar por un caballero. A fin de adelantarse a la censura que temía, recordó el ejemplo del censor Apio Ceco, fundador de su raza, que había hecho ingresar en el Senado hijos de libertos; ignoraba, sin embargo, que en tiempos de Apio y hasta después de él, llamaban libertos no a los que habían conseguido la manumisión, sino a los hombres libres nacidos de aquellos. Encargó al Colegio de los cuestores la organización de los juegos de gladiadores, en lugar de la reparación de los caminos públicos, que tenía antes a su cargo. Le quitó asimismo el gobierno de la Galia y de Ostia, y le restituyó la guarda del tesoro de Saturno (117), confiado desde tiempo de Augusto a pretores encargados, o a pretores antiguos, como se hace en nuestros días. Concedió los ornamentos triunfales a Silano, prometido de su hija, antes de haber entrado en la pubertad, aunque, en general, los concedió con tanta profusión y facilidad, que las legiones llegaron a dirigirle en común una solicitud en la que le pedían que los legados consulares obtuviesen los ornamentos del triunfo a la vez que el mando de un ejército, para que no buscasen continuamente pretextos de guerra. Concedió a A.Plautio los honores de la ovación, y cuando éste entró en Roma, salió Claudio a recibirle, llevándole a su lado al subir al Capitolio y al descender. A Gabino Segundo, por haber vencido a los chaucos, nación de la Germania, le autorizó para tomar el dictado de Chaucico.

XXV. Dispuso el ascenso militar de los caballeros, dando después de la cohorte, el escuadrón, y después del escuadrón, el tribunal de legión. Creó asimismo una especie de servicio ficticio, retribuido por los ausentes, que solo tenían títulos sin cargos, dándoles el nombre de supernumerarios. Hizo prohibir a los soldados, por medio de un senadoconsulto, la entrada en las casas de los senadores para saludarlos. Confiscó los bienes a los libertos que se hacían pasar por caballeros romanos. Redujo de nuevo a esclavitud a todos los convictos de ingratitud, o que daban a sus dueños motivos de queja, amenazando a sus abogados con no hacerles justicia a ellos mismos, en iguales circunstancias, contra sus libertos. Como algunos dueños abandonasen en la isla de Esculapio a sus esclavos enfermos, para librarse del cargo de cuidarlos, el emperador declaro que todos los así abandonados quedaban libres, y que en caso de curación no pertenecerían más a sus antiguos dueños; añadía aún que al que diere muerte a su esclavo por no abandonarle, se le perseguiría como homicida. Por un edicto expreso, prohibió a los viajeros atravesar las ciudades de Italia de otra manera que a pie, en silla de manos o en litera. Estableció en Puzzola y en Ostia una cohorte para los casos de incendio. Prohibió a los extranjeros que tomasen nombres de familias romanas, e hizo ejecutar con hacha en el campo Esquilino a los que habían usurpado el título de ciudadano romano. Hizo devolver al Senado las provincias de Ocaya y Macedonia, que Tiberio había tomado bajo su administración. Despojó a los licios de la libertad en castigo de sus querellas intestinas, devolviéndola, en cambio, a los de Rodas, como recompensa a su arrepentimiento por sus faltas pasadas. Declaró a los troyanos exentos a perpetuidad de todo tributo, como fundadores de la raza romana, con este motivo, leyó una antigua misiva griega del Senado y del pueblo al rey Seleuco, en la cual los romanos le prometían alianzas y amistad a condición de que eximiría de todo impuesto a sus hermanos los troyanos. Hizo expulsar de Roma a los judíos, que, excitados por un tal Cresto (118), provocaban turbulencias. Autorizó a los diputados de los germanos a sentarse en la orquesta, placiéndole mucho la sencillez y confianza con que aquellos extranjeros, a quienes había colocado en medio del pueblo, fueron espontáneamente a sentarse junto a los embajadores de los partos y armenios, sentados entre los senadores, diciendo que no les eran inferiores en calidad ni en valor. Suprimió completamente en las Galias la cruel y atroz religión de los druidas que Augusto se había limitado a prohibir a los ciudadanos. En cambio, intentó hacer pasar del Atica a Roma los misterios de Eleusis y propuso reconstruir en Sicilia, por cuenta del Tesoro público, el templo de Venus Ericina, que se había derrumbado de viejo. Contrajo alianza con los reyes en el Foro, inmolando una cerda y haciendo leer por los feriales la antigua fórmula de los juramentos. No debe olvidarse, sin embargo, que estos actos, como en general todos los de su gobierno, expresaban más bien la voluntad de sus mujeres y libertos que la suya, y no tenían otra regla que el interés o el capricho de éstos.

XXVI. Siendo todavía muy joven tuvo dos esposas: Emilia Lépida, bisnieta de Augusto, y Livia Medulina, perteneciente a la antigua familia del dictador Camilo, y que había conservado el nombre de Camila. Repudió a la primera, virgen aún, porque sus padres habían caído en desgracia ante Augusto; la otra falleció de enfermedad el mismo día en que iba a celebrarse la boda. Casó más adelante con Plaucia Urgulanila, de familia triunfal, y luego con Elisa Petina, hija de un consular. De estas dos esposas se separó por divorcio; de Petina, por faltas ligeras; de Urgulanila se separó por sus innobles desórdenes, a los que se añadían aún sospechas de homicidio. Contrajo después matrimonio con Valeria Mesalina, hija de su primo Barbato Masala; pero cuando supo que, además de sus excesos y crímenes, se había atrevido a casarse con C. Silio y a consignar una dote en manos de los augures mandó darle muerte, jurando ante los pretorianos reunidos permanecer célibe, puesto que el matrimonio le resultaba tan mal, y dejarse matar por ellos si violaba su juramento. A pesar de ello, trató en breve de nueva unión con la misma Petina a quien había repudiado, y con Solia Paulina, que había estado casada con C. Cesar. Pero las seducciones de su sobrina Agripina hija de Germánico, ayudadas por el derecho de abrazarle y el frecuente trato, le inspiraron más profundo amor; sobornó entonces a los senadores, que en la primera reunión propusieron obligarle a casarse con ella, con el pretexto de que aquella unión era de importancia esencial para el Estado, y de dar así facultades a los demás ciudadanos para contraer iguales matrimonios, considerados hasta entonces incestuosos. Se casó con ella a la mañana siguiente, pero no encontró a nadie que quisiere seguir su ejemplo, exceptuando un liberto y un centurión primipilario, a cuyas bodas asistió Agripina.

XXVII. Tuvo hijos de tres esposas: de Urgulanila, a Druso y Claudia; de Petina, a Antonia; de Mesalina, a Octavia y un hijo, al que primeramente dio el nombre de Germánico y de Británico después. Druso murió en Pompeya, siendo todavía niño, ahogado por una pera que lanzaba al aire y recibía en la boca. Pocos días antes de su muerte le habían desposado con una hija de Seyano, razón por la cual me asombra que se haya escrito que fue Seyano autor de su muerte. Claudio hizo echar y exponer desnuda a Claudia en la puerta de la casa de su madre, como fruto de comercio criminal con su liberto Boter, aunque ella había nacido cinco meses después del divorcio del emperador y había comenzado éste a cuidar de ella. Casó a Antonia primero con Cn. Pompeyo, llamado el Grande, y luego con Fausto Sila, jóvenes nobilísimos. Dio Octavio a su yerno Nerón, a pesar de haberla desposado con Silano. Por lo que toca a Británico, que nació el día veintinueve de su reinado, durante su segundo consulado, no cesaba de recomendarle públicamente a los soldados, enseñábale muy niño aún en sus manos al pueblo, le tenía sobre sus rodillas o delante de él en el teatro y hacía tiernos votos por aquel niño, uniéndolos a las aclamaciones de la multitud. Adoptó a su yerno Nerón, y no contento con repudiar a los otros dos, Silano y Pompeyo, hizo darles muerte.

XXVIII. A los que más afecto mostró entre sus libertos, fueron el eunuco Posides, al que se atrevió a honrar con una lanza sin hierro (119) en presencia de soldados valerosos, en su triunfo sobre la Bretaña: Félix, a quien dio cohortes, escuadrones y el gobierno de la Judea, y que fue esposo de tres reinas; Arpocras, al que concedió el derecho de hacerse llevar en litera por la ciudad y de dar espectáculos al pueblo; y más aún que a éstos, a Polibio, su lector, a quien con frecuencia se le veía marchar entre los dos cónsules. A los que más quiso fue, sin embargo, a su secretario Narciso y a Palas, su intendente, a quienes el Senado, con beneplácito del emperador, otorgó magnificas recompensas y hasta los ornamentos de la cuestura y pretura; las exacciones y rapiñas de éstos fueron tales, que quejándose Claudio un día de no tener nada en su tesoro, le contestaron sarcásticamente que sus cajas desbordarían si sus dos libertos quisiesen asociarse con él.

XXIX, Gobernado, como he dicho ya, por sus libertos y esposas, antes vivió como esclavo que como emperador. Dignidades, mandos, impunidad, suplicios, todo lo prodigó según el interés de estos afectos y caprichos, y las más veces ignorándolo. No quiero entrar ahora en minuciosidades y no detallaré sus liberalidades revocadas, sus sentencias anuladas, sus nombramientos para los cargos, o ignominiosamente supuestos o públicamente cambiados; citaré hechos más graves. Hizo morir a Apio Silano, padre de su yerno, y a las dos Julias, la hija de Druso y la de Germánico, por vaga acusación y sin querer escucharlas. Trató de igual manera a Cn. Pompeyo, casado con su hija mayor, y a L. Silano, esposado con la menor. Pompeyo fue degollado en los brazos de un joven a quien amaba; Silano recibió orden de despojarse de la pretura, cuatro días antes de las calendas de enero, y suicidóse al empezar el año, el mismo día en que se celebraban las bodas de Claudio y Agripina. Firmó también la sentencia de muerte de treinta y cinco senadores y de mas de trescientos caballeros romanos; hizo esto con tanta ligereza, que a un centurión, encargado de matar a un consular, que se le había presentado para decir que estaban cumplidas sus órdenes, le contestó que no había dado ninguna. Sin embargo, no dejó de aprobar aquellas muertes, asegurado por sus libertos de que los soldados habían cumplido su deber, tomando a su cargo el cuidado de vengar al emperador. Pero lo que mas cuesta creer es que le hicieron firmar el contrato de matrimonio de Mesalina y Silio, su amante, haciéndole creer que era una farsa, para echar sobre otro un peligro con el cual le amenazaban ciertos prodigios.

XXX. Ostentaba Claudio en su persona cierto aspecto de grandeza y dignidad, ora estuviese en pie, ora sentado, pero principalmente en actitud de reposo. Era alto y esbelto, su rostro era bello y hermosos sus blancos cabellos, y tenía el cuello robusto; pero cuando marchaba, sus inseguras piernas se doblaban frecuentemente; en sus juegos, así como en los actos más graves de su vida, mostraba varios defectos naturales: risa completamente estúpida; cólera más innoble aún, que le hacía echar espumarajos; boca abierta y narices húmedas; insoportable balbuceo y continuo temblor de cabeza que crecía al ocuparse en cualquier negocio por insignificantes que fuese.

XXXI. Tan débil como fue su salud hasta su advenimiento al Imperio, así tornase buena después, exceptuando, sin embargo, algunos dolores de estómago, tan agudos, que más de una vez pensó, a lo que se dice, en darse muerte.

XXXII. Con frecuencia organizó espléndidos festines en parajes inmensos, y de ordinario tenía hasta seiscientos convidados. Cierto día hizo servir, junto al canal de desagüe del lago Fucino, uno de estos festines, viéndose en peligro de perecer bajo las aguas, que habían irrumpido inesperadamente. Sus hijos asistían a todas sus comidas, y con ellos, los nobles jóvenes en ambos sexos, según antigua costumbre, comían sentados al pie de los lechos. Recayendo sospechas en un convidado de haber robado una copa de oro, Claudio le invitó otra vez al día siguiente y le hizo servir en un vaso de barro. Se afirma que ideaba un edicto para permitir eructar y ventosear en su mesa (latum crepitumque ventris inconvivio emittendi), porque supo que un convidado estuvo a punto de morir por haberse contenido en su presencia.

XXXIII. Estaba siempre dispuesto a comer y beber a cualquier hora y en cualquier lugar que fuese. Cierto día que estaba juzgando en el Foro de Augusto, llegó hasta él el olor de un festín que cerca del lugar estaban preparando para los sacerdotes Salianos en el templo de Marte. Claudio abandonó en el acto el tribunal, marchó a casa de los sacerdotes y sentase a la mesa con ellos. Nunca abandonó la mesa sino henchido de manjares y bebidas; en seguida se acostaba de espaldas con la boca abierta, y mientras dormía, le introducían una pluma para aligerarle el estómago. Dormía tan poco tiempo -despertaba casi siempre antes de medianoche-, que a menudo se dormía de día y hasta en el tribunal, costando trabajo a los abogados despertarle aun alzando mucho la voz. Amó con pasión a las mujeres, pero no tuvo nunca comercio con los hombres. Fue muy aficionado al juego, escribiendo incluso un libro sobre este arte; jugaba hasta en viaje, pues había hecho construir los carruajes y mesas de manera que el movimiento no pudiese interrumpir el juego.

XXXIV. Dio pruebas de carácter feroz y sanguinario, así en las cosas pequeñas como en las grandes. Hacia aplicar el tormento y ejecutar sin dilación a los parricidas, presenciando siempre las ejecuciones (120). En Tibur deseaba ver un suplicio a la manera antigua y ya estaban atados al poste los culpables, pero encontrándose ausente el verdugo, Claudio tuvo la paciencia de esperar hasta la tarde a que llegase de Roma. En los espectáculos de gladiadores dados por él a por otros, hacía degollar a todos los que caían, aunque fuese casualmente, y en especial, a los reciarios, cuya semblante moribundo le gustaba contemplar. Habiéndose atravesado simultáneamente dos combatientes, se hizo construir en seguida pequeños cuchillos con sus espadas. Gozaba tanto viendo a los gladiadores llamados bestiarios y a los meridianos (121), que iba a sentarse en el anfiteatro al amanecer y permanecía allí hasta durante el mediodía cuando el pueblo se retiraba a comer. Además de los gladiadores de profesión, obligaba a bajar a la arena con el pretexto más ligero e imprevisto a los obreros y gentes de servicio que se encontraban allí. Un día llegó incluso a obligar a uno de sus nomenclatores a combatir como se encontraba, es decir, vestido con la toga.

XXXV. Pero el rasgo más saliente de su carácter era la desconfianza y el miedo. En los primeros días de su reinado, aunque fingía, como dijimos, mucha afabilidad, no se atrevía a sentarse a ninguna mesa de festín sin tener a su lado una guardia armada con lanzas, y en vez de esclavos, soldados para servirle. No iba a ver a ningún enfermo sin haber hecho reconocer antes la habitación, registrar los colchones y sacudir las colchas. En su palacio tuvo siempre junto a él criados encargados de registrar a los que iban a saludarle; nadie se escapaba a esta medida, que se practicaba con el mayor rigor. Sólo hacia el fin de su reinado, y no sin disgusto, dispensó de él a las mujeres, los niños y las jóvenes, y cesó de hacer quitar a los esclavos y escribientes la caja de estilos que llevaban detrás de sus dueños. Durante una sedición, persuadido Camilo de que era muy fácil asustar a Claudio sin recurrir a actos de hostilidad, le escribió una carta llena de amenazas e injurias, en la que le mandaba que renunciase el Imperio y se entregase a la vida ociosa del particular. Claudio deliberó en presencia de los principales ciudadanos si obedecería.

XXXVI. Tanto fue su terror por algunas conjuraciones que le denunciaron sin fundamento, que resolvió renunciar al mando. Habiendo cogido cerca de él, como dije ya, a un hombre armado con un puñal, Claudio convocó en el acto al Senado por medio de los pregoneros, lloró, lanzó gritos, lamentóse de su mala suerte que le exponía a continuos peligros y durante mucho tiempo no quiso presentarse en público. Su amor a Mesalina, por ardiente que fuese, no cedió tanto al resentimiento de sus ultrajes como al temor de sus maquinaciones, pues le atribuía el designio de hacer pasar el Imperio al adúltero Silio. Fue por este tiempo cuando, dominado por un terror vergonzoso, huyó al campamento de los pretorianos preguntando a cuantos encontraba en su camino si era todavía emperador.

XXXVII. No había sospecha, por ligera que fuese, ni denuncia, por falsa, antes las cuales el temor no le indujese a precauciones excesivas y a la venganza. Un litigante que había ido a saludarle, le dijo secretamente que había visto en sueños asesinarle un desconocido; pocos momentos después, viendo entrar a su adversario con un escrito, fingió reconocer en él al asesino que había visto en su sueño y lo mostró al emperador. Claudio mandó en el acto que le llevaran al suplicio como a un criminal. Se dice que también obraron así para perder a Apio Silano; Mesalina y Narciso, que habían urdido la trama, se repartieron los papeles. Narciso entró antes de amanecer, con aspecto agitado, en la cámara del emperador y le dijo que acababa de ver en sueños a Apio atentar contra su vida; Mesalina. fingiéndose sorprendida, dijo que también por su parte hacía muchas noches soñaba lo mismo. Un momento después llegaba Apio, que la víspera había recibido orden terminante de presentarse a aquella hora, y Claudio, persuadido de que iba a realizar el ensueño, hízole prender y darle muerte en el acto. A la mañana siguiente hizo al Senado una relación de todo lo ocurrido y dio gracias a su liberto porque, hasta durmiendo, velaba por su vida.

XXXVIII. Viéndose sujeto a la ira y al rencor, publicó un edicto, excusándose y distinguiendo entre estos dos defectos, decía: que la primera sería breve e inofensiva, y el segundo jamás sería injusto. Habíase encolerizado contra los habitantes de Ostia, porque no acudieron en barcas a recibirle cierto día en que remontaba el Tíber; habíalos censurado con acritud porque le trataban como a un hombre cualquiera; pero arrepentido en seguida, se excusó en cierto modo y los disculpó. Se le vio rechazar a veces con la mano a muchos ciudadanos que intempestivamente se le acercaron en público. Desterró a pesar de su inocencia y sin querer escucharlos al secretario de un cuestor y a un senador que había sido honrado con la pretura; al uno por haber litigado contra él con excesivo ardor cuando no era aún emperador; al otro por haber impuesto una multa, siendo edil, a algunos arrendatarios suyos que vendían viandas cocidas, a pesar de los reglamentos, y además por haber hecho azotar a su intendente que intervino en la causa. Por el mismo motivo quitó también a los ediles la vigilancia de las tabernas. En cuanto a su estupidez, era tanta, que llegó incluso a querer hablar de ella, asegurando en algunos discursos lamentables que había sido una astucia imaginada por él en tiempos de Calígula para librarse de aquél y conseguir sus fines. Pero no logró convencer a nadie y poco después apareció un libro en griego, titulado La curación de los imbéciles, en el que se demostraba que nadie era capaz de fingir la imbecilidad.

XXXIX. Asombraba sobre todo por sus inconsecuencias y distracciones, o diciéndolo como los griegos, por sus olvidos y equivocaciones. Poco tiempo después de la ejecución de Mesalina, preguntó, al sentarse a la mesa, por qué no venía la emperatriz. Ordenaba a menudo convidar a comer o a jugar a los dados con él a ciudadanos que había mandado matar el día anterior, y cansado de esperar, enviaba mensajeros a reprenderlos por su tardanza. Iba a contraer con Agripina un matrimonio reprobado por las leyes, y no dejaba de llamarle en todos sus discursos su hija, su pupila, nacida en sus brazos, criada sobre sus rodillas. Se disponía a adoptar el hijo de su esposa cuando el suyo era ya un adulto.

XL. Era a menudo tan inconsiderado en sus palabras y acciones que mostraba no saber quién era, con quién estaba, ni en qué tiempo, ni en qué lugar. Cierto día, en el Senado, mientras se trataba de carniceros y taberneros, exclamó: ¿Quién de nosotros, decidme, puede vivir sin sopa? y se deshizo en alabanzas de la abundancia que reinaba en otro tiempo en las tabernas, a las que acudía él mismo en busca de vino. Concedió su voto a un candidato para la cuestura, entre otras razones, porque su padre le había dado muñe oportunamente agua fresca en cierta enfermedad. Llamada una mujer como testigo ante el Senado: Esta mujer -dijo-, ha sido liberta y peinadora de mi madre, pero siempre me ha considerado como un sueño. En su mismo tribunal se enfureció contra los habitantes de Ostia, que le dirigían un ruego, empezando a gritar con toda su fuerza que no tenia ningún motivo para favorecerlos y que era tan libre como cualquier otro. Todos los días, a cualquier hora y en cualquier momento repetía: ¿Me tomáis acaso por el atleta Teogonio?, y añadía en griego, hablad, pero no me toquéis. Decía, en fin, otras mil cosas, que habrían parecido inconveniencias hasta en un simple particular, cuanto más en un príncipe que no carecía de cultura ni de saber y que mostraba gran afición al estudio.

XLI. Trató en su juventud de escribir la historia, exhortándole Tito Livio y ayudándole Sulpicio Flavo; comenzó ante aun nutrido auditorio la lectura de su trabajo, pero él mismo hizo perder el interés, y fue del siguiente modo. Cuando empezó a recitar, un espectador muy grueso rompió el banco en que se sentaba, estallando en risas toda la asamblea. Se procuró en vano restablecer el silencio; pero ni el propio Claudio podía contener la risa, que le asaltaba a cada instante por el recuerdo, y de esta manera se generalizaba la hilaridad. Escribió mucho durante su reinado, e hizo siempre que sus obras las recitasen en público sus lectores. Su historia principia después de la muerte del dictador César; pero en seguida pasó a época más reciente, es decir, al término de las guerras civiles, pues las continuas quejas de su madre y abuela le impidieron escribir libremente y con verdad acerca de los tiempos anteriores. Dejó dos libros de la primera de estas historias y cuarenta y uno de la segunda; compuso asimismo ocho libros de memoria sobre su vida, en los que se advierte menos ingenio que elegancia. Escribió además una apología bastante erudita de Cicerón, para contestar a los libros de Asinio Galo. Inventó tres letras que creía de gran necesidad y las cuales quiso añadir al alfabeto. Ya antes de ser emperador había publicado un libro sobre este asunto; cuando lo fue, no tropezó con grandes dificultades para que se adoptase el uso de tales letras que se encuentran en la mayor parte de los libros, actas públicas e inscripciones de aquella época.

XLII. Tuvo también gran afición a los estudios griegos, y en todas las oportunidades mostró la importancia que daba a este hermoso idioma. A un bárbaro, que hablaba delante de él en griego y en latín: Veo con satisfacción -le dijo-, que posees nuestras dos lenguas. Recomendando la Acaya a los senadores, les dijo: Estoy unido a esta provincia por los lazos de los mismos estudios. En el Senado respondió casi siempre en griego a los discursos de los embajadores; y en su tribunal citaba muchas veces versos de Homero. Cuando se deshacía de un enemigo o de un conjurado y el tribuno de guardia le pedía la contraseña, le decía ésta:

Vengarme en el acto del primero que me ofenda (122).

Escribió, en fin, en esta lengua veinte libros de la historia de los tirrenianos y ocho de la de los cartagineses. Con motivo de estas obras, al antiguo museo de Alejandría se añadió otro con el nombre mismo del emperador, acordándose que todos los años, en determinados días, los miembros de los dos museos darían por turno lectura pública, en el uno de la historia de los cartagineses, y en el otro de la de los tirrenianos.

XLIII. Hacia el fin de su vida dio Claudio evidentes muestras de arrepentimiento por haberse casado con Agripina y por haber adoptado a Nerón. Un día en que sus libertos celebraban en presencia suya la equidad de una sentencia pronunciada por él, la víspera, contra una mujer adúltera, les dijo que la suerte le había dado también esposas impúdicas, pero que también ellas habían sido castigadas, y un momento después, encontrando a Británico, lo abrazó tiernamente y le dijo: Acaba de crecer y te daré cuenta de todos mis actos, y añadió en griego: El que ha hecho la herida la curará, y aunque Británico era muy joven aún, quería adelantar la edad, ya que su estatura lo permitía y hacerle vestir antes de tiempo la toga viril, exclamando que el pueblo romana tendría al fin un verdadero cesar.

XLIV. Poco tiempo después redactó su testamento que firmaron todos los magistrados. No hay duda que hubiese realizado todos sus proyectos, pero Agripina, que atormentaba su conciencia y a la que muchos delatores comenzaban a acusar, se le adelantó. Convienen todos en que murió envenenado, pero no se sabe con certeza dónde ni por quién. Algunos dicen que fue en el Capitolio, en un festín con los pontífices y por el eunuco Holato, su gustador; afirman otros que fue en una comida familiar y por la misma Agripina, que con este objeto había envenenado una seta, uno de sus manjares predilectos. Tampoco se está de acuerdo en cuanto a lo que sucedió después. Según la mayoría, perdió en el acto la voz y murió al amanecer, después de haber padecido horriblemente toda la noche; según otros, tras haberse aletargado algunos momentos, vomitó todo lo que había comido y entonces le hicieron tomar otra dosis de veneno, ya sea en una sopa como para devolver fuerzas a su estomago extenuado, o bien en una enema como para aliviarle, por medio de evacuaciones, una digestión difícil.

XLV. Mantuvieron secreta su muerte hasta que todo estuvo dispuesto para asegurar el Imperio a su sucesor. Continuóse, con este fin, haciendo votos por su curación y se llamaron incluso a palacio algunos cómicos, pedidos por él, según decían, para distraerse. Murió el 3 de los idus de octubre (123), bajo el consulado de Asinio Marcelo y de Acilio Aviola, a los sesenta y cuatro años de edad y catorce de reinado. Sus funerales fueron celebrados con toda la solemnidad que a su jerarquía convenía y le colocaron en el número de los dioses. Este honor, del que a poco le privó la envidia de Nerón, le fue restituido por Vespasiano.

XLVI. Los principales presagios con que se anunció su muerte fueron: la aparición en el cielo de una de esas estrellas con cabellera que se llaman cometas, el haber caído un rayo en la tumba de su padre Druso y la muerte de casi todos los magistrados de aquel año. Dícese que él mismo previó su próximo fin y no lo ocultó;; teniendo, en efecto, que designar cónsules, no designó ninguno para esta época más avanzada del mes en que murió; la última vez que fue al Senado, se le oyó repetidas veces exhortar a sus hijos a la concordia y recomendar con voz suplicante su juventud a los senadores, y, por último, en la postrera audiencia que dio como juez, dijo que había llegado al fin de su vida, e insistió en ello, a pesar de que los presentes rechazaron aquel presagio.

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