LEYENDAS GUARANÍES: LOS PUIHTA-YOVÁI: EL PUEBLO QUE ERA IMPOSIBLE SEGUIR SU RASTRO



Tribu de los botocudos.


Continuado con las leyendas de los indios guaraníes, luego de la historia del Mbopi-Guazu, o el origen del Vampiro, ahora les tenemos la historia del pueblo botocudos, que fue bendecido por un gran don, el de hacer que sus huellas en la tierra, tengan forma contraria al paso que llevaban, virtud que evitaba que este pueblo pueda ser perseguido por cualquier enemigo, también fueron llamados los Puihta-Yovái, y según se sabe, habitaban la zona sur del Brasil y las selvas del este del Paraguay.

Esta historia fue escrita por Oriol Sole Rodríguez en la revista El Mercurio Peruano en 1919. La verdad, es que esta historia nos hace recordar mucho a las maravillosas historias del realismo mágico del gran escritor colombiano, Gabriel García Márquez.



LOS PUIHTA-YOVAI (1) de Oriol Sole Rodríguez



I

Gran reunión de gentes se advertía en la aldea guaraní; y no tenían los indios el alegre continente de los días de expansión, sino al contrario, el aire mustio y apesadumbrado propio de los acontecimientos dolorosos. Y tal era, en efecto, el que congregaba allí a muchas centenas de hombres, de mujeres y de niños.

El patriarca de más edad de la comarca, el depositario de la ciencia y la tradición, el sacerdote y hechicero de los valientes botocudos, había muerto de manera inesperada por la noche, y su urna funeraria iba a ser conducida en ese momento al vecino cementerio.

Las “plañideras” lanzaban agudos lamentos desde el interior de la cabaña mortuoria, y las coreaban, afuera, las mujeres y los chicos. Los hombres hablaban entre ellos quedamente, taciturnos, preocupados…

La aldea estaba triste, y hasta el cielo parecía asociarse al duelo de los gentiles, cubriendo su puro azur con un manto de nubes aplomadas.

II

La gran urna de primorosas alfarería, adornada de simbólicos dibujos, acababa de ser sepultada en la colina de los muertos, y las personas que formaban el cortejo depositaban sobre la tumba piedras y guijarros.

Terminada la piadosa práctica, consagrada por larga y respetada tradición, el nuevo abaré (2) habló a la multitud y predijo la obligada e inminente desgracia:

-          “La muerte de nuestro amado patriarca nos trae un grave infortunio. El enemigo de los botocudos se aproxima con un poderoso ejército que no podremos rechazar. Se halla muy cerca de nuestro poblado, según me lo acaban de comunicar los escuchas que teníamos en acecho. Hay que hacer, hermanos, el sacrificio doloroso de abandonar sin demora casas y haciendas. Id a hacer vuestro aprestos sin vacilar”.

¡Temed al espíritu del difunto!” (3)

Concluida la breve e impresionante arenga, regresaron los gentiles en silencio a la aldea, donde cada cual reunió precipitadamente los objetos y armas indispensables para el largo viaje que era forzoso realizar.

Muy avanzada la noche llegaron otros escuchas, los cuales refirieron que numerosas fuerzas enemigas trataban de circundar la población. No había, pues, tiempo que perder. Toda la tribu se puso en movimiento y, poco después, iniciaba su éxodo desesperado a ignoradas y lejanas latitudes, oyendo a sus espaldas el alarido rabioso de las huestes invasoras burladas.

La marcha duró toda una luna (4), y fue penosa y dura. Cuando los botocudos acamparon definitivamente, se encontraban a enorme distancia de la abandonada terruca, y habían recorrido parajes donde ningún otro ser humano había pisado jamás.

III

Entre tanto ocurría una cosa extraordinaria en la indiada del malón. Sus avanzadas dieron pronto con las huellas de los fugitivos y las siguieron un día entero, al cabo del cual observaron estupefactos que se hallaban en el mismo sitio de partida.

Comunicaron el extraño caso al jefe principal de la tribu; se reunieron los ancianos; oyóse al abaré; se consultó la opinión de los más expertos y sagaces rastreadores, -y nadie fue capaz de hallar una explicación satisfactoria. Pero se convino en seguir las huellas estampadas en la tierra, de nuevo y con el mayor cuidado posible, encargándose de la delicada exploración todos los invasores.

Resuelto el punto, se organizó de inmediato una batida en regla, iniciándose la marcha a partir de las primeras señales dejadas por los botocudos a su salida de la aldea. Allí notaron que aquellas tomaban tres diferentes direcciones, por lo cual se acordó que los rastreadores, fraccionados a su vez en tres grupos, recorrerían por separado cada una de las series de huellas halladas.

Partieron los exploradores y caminaron todo un día, pero, con general contrariedad y sorpresa, se encontraron al término de la jornada, los tres grupos, en el preciso paraje donde habían comenzado la batida.

El caso era, por demás singular e inexplicable. Los rastreadores, profundamente heridos en su amor propio, experimentaban una rabia feroz. Se sentían dispuestos a no darse por vencidos y seguir con tenacidad la pista del enemigo hasta dar con su nuevo refugio, aunque tuvieran que inquirir durante toda la vida. De la misma manera pensaban los demás infieles. Y se reanudó la batida; y se repitió cien veces el encuentro de los grupos; y se produjeron nuevas escenas de despecho y de coraje; y un verdadero vértigo se apoderó de todos, hombres y mujeres, ancianos y niños.

Las huellas se hacían más confusas cada día, a causa de las pisadas de los exploradores, que se mezclaban con las dejadas por los del éxodo; y aquellos seguían recorriendo delirantes los mismos laberínticos senderos, cayendo exhaustos poco a poco en el camino, hasta que, uno tras otro, fueron pagando con su vida el loco empeño de hallar el rastro verdadero de los indios perseguidos.

IV

Y agrega la conseja que, sintiendo cercana la muerte el anciano abaré de los botocudos, reunió a éstos en su remoto refugio, y les dijo así:

-          “Ha llegado mi hora y voy a dejaros para siempre, pero antes os haré una importante revelación. Poseéis sin saberlo un don extraordinario y precioso, que el mismo espíritu que os castigó ha querido concederos: el de caminar sin que vuestros pies impriman la huella de la dirección que llevan.

“Abandonad este lugar tan luego me halláis enterrado y volved a vuestra aldea, que ya no hallaréis enemigos en el camino. Seguid sin desviaros la ruta que os marque quarací (5) y al cabo de los días y las noches que contraréis en las semillas del quipus (6) que os entrego, vuestro viaje habrá terminado.”

Sepultado el abaré, partió la indiada botocuda, siguiendo la ruta del sol. Día a día se separaba una nueva semilla del quipus y cuando se llegó a la última, un bosque de humanos esqueletos se presentó a la vista de los gentiles…

Mas la macabra y repugnante visión, fue reemplazada en seguida por el panorama risueño de la aldea, bella y florida como antes, con las majadas pastando en los verdes prados lozanos y las chozas abiertas, cual esperando confiadas la vuelta de sus dueños.

Desde aquella fecha se conoce a este pueblo con el nombre de puihta-yovái, y sólo él posee entre los guaraníes el raro secreto de despistar al perseguidor.

Ha vuelto a ser temido y respetado, pues hace irrupción en los toldos de sorpresa, y, cuando se retira cargado de botín y de cautivas, nadie sabe dónde ha marchado, tal es el arte maravilloso que pone para desorientar con engañosos rastros.


(1)    Puihta-Yovái, Indios de raza guaraní, que poseen la habilidad de despistar al que le persigue, dando determinadas forma al pie, en virtud de lo cual es imposible saber la dirección en que caminan. Habitan en el sur del Brasil; y se dice que en las selvas vírgenes del este del Paraguay hay también núcleos de esos indios que se han unido a los guaraníes.
(2)    Abaré, sacerdote o hechicero en guaraní.
(3)    Los guaraníes creen en la supervivencia de los espíritus. Estos no abandonan el cuerpo después de la muerte de las personas, pues viven en sus cercanías por largo tiempo, rondando las casas y pueblos de los muertos. El espíritu es protector para los buenos y casita inexorablemente a los malos.
(4)    Los guaraníes tienen el mes lunar y cuentan también los días por soles.
(5)    Quarací, guaraní para sol.
(6)    Quipus, Semillas de cayutero.

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